Ya les hablé en relatos anteriores, y en otras ocasiones
perdidas, de las condiciones de vida en la infame casa de mi infancia. Y de
cómo el frío habitaba en sus rincones igual que anidaban las golondrinas
viajeras en los aleros de los tejados a partir del día del Ángel. Eso era al
menos lo que me contaba cada año, a primeros de marzo y al albor de la
primavera con sus trinos, la Tía María. Debía ser por aquello de que a un
servidor al nacer, al contemplarlo escueto y como breve de peso, no hubieron de
conformarse con ponerle solo el nombre que ya portaba en origen su progenitor,
y que como bien saben es Mauro, sino que muy al contrario le colgaron, como un
escapulario procesional en Semana Santa, la medalla del Ángel porque, según
afirmaba la susodicha, al vislumbrarlo tan escaso de hechuras y peso, bien
debió de parecerles que la criatura era en verdad un “angelico” a la espera de
que el sumo hacedor le acogiese prontamente en su amoroso seno. Aunque miren
por dónde se equivocaron. Ellos y el negro Peñin, médico de la villa y
extramuros que empeñado estaba en darme el viático antes de tiempo, ¡y no
imaginan lo que me alegra!, de que ni imaginar entonces pudieran, las
cervezas y chatos de vino que habría de dejar pasar por su garganta, con el
pasar de los años, aquel pobre gorrioncillo que ni el agua por entonces quería.
Más no era la intención de este relato el hablar
de semejantes hechos acontecidos, sino la de relatar los acontecimientos y
pasares que ocurrían y pasaban en la peluquería que había en la vetusta mansión
de mi tierna niñez. Por ello, les cuento. En origen y principio, el negocio,
vetusto y hasta arcaico, pertenecía a la Tía María que, como ya comenté en otra
ocasión, peinó cabezas de abolengo, y de cuna de oro y poderío, en aquellos
tiempos de oprobio y vergüenza. Y no crean que les asevero esto solo por el
hecho de que fuese de ignominia aquella época, que lo era, sino que lo hago
porque aquellas altivas señoras regateaban el precio, igual que lo hacían los
pobres de solemnidad, a quienes vilipendiaban, en los puestos del mercado cada
día al amanecer. Y en verdad, también es cierto, que tenían pocos salones de
belleza donde elegir y las exigencias en los asuntos del peinado y la moda eran
escasas.
Si es de razón mencionar que llegadas las fechas
cercanas a la celebración de la Semana Santa, de tanta religiosidad y
recogimiento en aquel tiempo, ¡figúrense que los cines cerraban sus
puertas, los bares apagaban las luces al paso de las procesiones y sus
ocupantes, muchos a su pesar, salían hasta la calle para ver con devoción el
paso procesional de imágenes y cofrades!, le enviaban a la Tía María, bien
envuelta y embalada en una caja de cartón, la peluca de El Nazareno para que
procediese a su lavado con peinado incluido. Y no vean el cirio que se montaba.
En principio, y debido al ajetreo de los días de fiesta que se avecinaban, la
parroquia del establecimiento peluquero crecía sin cesar y dado que los
procederes, utensilios y aparejos que entonces se utilizaban en el arte del
peluquero oficio eran escasos y hasta irrisorios, los horarios de apertura y
cierre se prolongaban interminables ,pudiendo comprender desde los albores de
la venida del sol hasta el despertar del Conde Drácula en su tranquilo
aposento.
Baste decir que el agua potable reinaba por su
ausencia y era la del pozo que estaba al final del patio, donde Cristo perdió
el mechero, y que debía ser acarreada en cubos, ¡me río ahora de los
que diagnostican que la cal es dañina para el cuero cabelludo!, la que se
utilizaba, calentada de antemano en los infernales infernillos que ardían
rebozados en humo negro, por la combustión del petróleo, y que a granel
comprábamos en el dispensario que tenía Bernardo en la Plaza del
Generalísimo, para lavar las cabezas, con jabón del Lagarto o del que se hacía
a mano y artesanalmente, de las pudientes señoras y de alguna otra que con
menos posibles, aunque de todo había, asomaba con la testa plagada en un mar de
piojos.
Volviendo a la peluca, que después me lío cual
madeja entre las manos de una hacendosa abuela, hecho que dejé aparcado para
poner al amable lector en antecedentes, habré de decir que su atalaje, por
aquello de que habrían de verla pasar en procesión sobre la cabeza del Nazareno
todas las almas del pueblo, o al menos las que creían y profesaban tan pías
manifestaciones religiosas, era asunto que se acometía con paciencia y
dedicación, además de con primoroso tacto, cuando las tareas propias del
negocio se habían dado por terminadas, o lo que es igual, como a las doce de la
noche y con el resurgir de la luna y los luceros. Y continúo.
Primero se escogía sin sorteo, y por
designio, al primer portador de la cabellera artificial, de la que la Tía María
decía aquello del: “esta es de pelo bueno”, comentario que le daba
en que pensar a mi tierna imaginación de infante, de si muertos estarían y
hasta criando malvas los portadores de tan poblada pelambre en otro tiempo. Y
segundo, y casi probable, me tocaba sin dilación el primer turno como maniquí portador
de la peluca. Metido en faena y tieso como el Cid Campeador empalado en su
caballo, resistía los primeros envites de la faena en un sillón de sólidos
muelles, de la marca Eugene, que aún conservo entre el mar de desechos que
habitan mi casa de Las Virtudes y así, entre los calores propios que afloran
por la cabeza cuando elementos extraños la cubren, y envuelto entre sudores y
jadeos, empezaba el cepillado de aquella melena celestial que me hacía parecer,
con pelo largo y a lo hippie, por tiempo escaso John Lennon.
Era entonces cuando comenzaba la segunda parte de
la faena. La de ir colocando unas pinzas curvadas sobre el cuero cabelludo
artificial para que el pelo quedase adornado con lo que venían a llamarse
ondas, muy en boga por aquel tiempo. Y odiosas hasta el hartazgo de soportar el
dolor insoportable que provocaban cuando se clavaban inmisericordes en la piel
de mi propia cabeza, que, no en vano y soportando estos envites, debió de
quedar, entre los arduos calores de aquel horno improvisado, tan para el
arrastre, que ni los litros de Abrótano Macho que hubo de comprar después mi
progenitora madre con celeridad, a cuantos viajantes y vendedores de potingues
peluqueros asomaron la testa por aquel paraíso de la belleza, pudieron impedir
que al igual que Teo, aunque a este lo bautizaron con Salfuman, agua fuerte
para entendernos, quedase más pronto que tarde con la mollera tan reluciente
que una patena.
En el primer tramo de la madrugada, a eso de las dos de
la mañana, se podían oír dos cosas bien diferenciadas procedentes del
dormitorio de mis progenitores. los ronquidos de mi padre o sus voces que
clamando al cielo imploraban para que apagásemos de una vez la puñetera luz,
mientras era obligado hacer un cambio de turno en la sostenibilidad del
tentetieso que pasaba a adornar, trasladado con esmero y mucho cuidado, la
testuz de mi madre, mientras que la Tía María se disponía a enfrentar el último
escollo de tan ajetreada noche. Y era este el de colocar en el final de tan
venerado pelo los tirabuzones, muy en boga por aquellos tiempos y que son para
quien no lo sepa, porque ahora se ven poco y están como pasados de moda, un
tipo de rizo largo en forma de tubo que otorgaba al peinado una apariencia
elegante y que eran el resultado de calentar un aparato o pinza, ahora no
consigo recordarlo, en el que se enrollaba el pelo hasta que por el efecto del
calor quedaba hecho un bucle.
Con el cantar de los gallos, se daba por terminada
tan ardua labor, quedando la pelambre puesta como en exposición sobre uno de
los secadores de pelo a la espera de que a primeras horas de la mañana fuera el
cofrade responsable a recogerla. Llegado era entonces el momento en que todos
los integrantes del clan nos encaminábamos, unas veces hacia los aposentos en
busca del merecido descanso y otras si ánimo había, aunque solía ser en la
mañana del Viernes Santo a la vuelta de la Procesión del Silencio cuando se
procedía, a la elaboración de borrachillos, empanadillas y postres tan variados
como las natillas, el arroz con leche y el brazo de gitano, que junto con el
bacalao rebozado y el potaje de espinacas, que me provocaba y provoca
flatulencias convertidas en mil pedos, eran y son platos muy propios de la
Semana Santa.
Creo recordar con claridad certera, aunque igual pierdo
el norte, un dicho que decía aquello del:”tres días hay en el año que relucen
más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”.
Nada se decía del Domingo de Ramos, aunque cierto es que si a la amanecida de
tan renombrada fecha lucía el sol y el cielo afloraba claro por los cuatro
puntos cardinales, íbamos todos como en comitiva a ver desfilar la procesión a
su paso por la calle Real comprobando como la gente se deshacía en elogios
refiriendo lo bien peinada que iba la cabellera postiza. Y muy al contrario, si
al rayar el alba, se barruntaba lluvia, viento e inclemencias varias, nos
quedábamos en la lóbrega casa de mi infancia al cobijo de las sayas y el
brasero, temiendo que pasar pasara, que alguna fémina desaprensiva, en esto las
damas resultan sumamente nocivas, exclamara al ver venir al Nazareno, con la
melena al viento y desmelenado, el temido comentario que decir decía fluctuando
entre la sorna y el cachondeo: ¡Que arte le ha “echao” este año la María al
“peinao” de la peluca!.