Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

lunes, 29 de agosto de 2011

A quien corresponda. Sin envidia.



No te envidio porque pasees tus posaderas en un coche último modelo y tengas además un esplendoroso todoterreno para tus días de asueto y caza. Me da lo mismo, aunque yo arrastre por las calles mi desgastado utilitario con largos años de existencia y multitud de averías en su haber.

No envidio que cada día que te apetezca puedas darte el gusto de sentarte en la mesa de un prestigioso restaurante para saborear las mejores carnes y degustar los más exquisitos vinos, sin importarte la suma de la cuenta acumulada; como había de importarte si pagas con Visa ajena.

No envidio tus aires de grandeza, esos que te impiden ver tu pasado humilde, tus poses de pavo real al que rinden pleitesía sin fin todos sus fieles lacayos, temerosos de que su “excelencia” se enoje y desate sus incontroladas iras.

No te envidio porque exhibas un séquito de “amigos”, que extienden una alfombra a tu paso; son aves de rapiña sujetas al interés de tu dinero plastificado. Con la misma Visa pagas cuanto comen y beben, mientras ríen tus gracias y besan sin rubor el suelo que pisas movidos por el interés de su usura.

No envidio que creas estar siempre en posesión de la verdad, esa que crees tener y nunca tienes, que todos te dan y no mereces. Ya se sabe que a los tontos hay que darles eternamente la razón, para evitar que despotriquen y viertan sus sucias babas en la cara de todo el que pulula a su alrededor.

No envidio tu posición cómoda de dirigente nombrado a dedo. Tu ordeno y mando sin ton ni son, tus torcidas disquisiciones, tus planteamientos absurdos, tu sinrazón carente de razón. Eso quédatelo, disfrútalo en tu cerrado coto porque fuera de él no eres nada y nada significas para nadie.

No envidio tu alta cuota de poder, es ficticia, con fecha de caducidad y ganada sin esfuerzo; solo te fue dada lamiendo traseros sin fin; los mismos que te llevaron donde llegan todos los sátrapas sin escrúpulos que dejan en el camino mil cadáveres desvencijados.

Y no envidio, ni quiero tu suerte, porque tengo la convicción de que no tardaras en caer como las hojas marchitas de un árbol en otoño y todos esos “amigos” que ahora te agasajan, irán volviéndote irremisiblemente la espalda, negándote el saludo, esquivando tu mirada y esos escalones que sin esfuerzo escalaste, se harán difíciles de bajar e imposibles de asumir. Entonces volverás al principio, más serán tantas las naves quemadas en tu nefasta travesía que apenas encontraras tabla a la que asirte para evitar el naufragio.

Entonces me darás lastima, pero no me importaras un bledo porque cuando subido en los altares de la grandeza llame a tu puerta, uno de tus lacayos la abrió para decirme que el señor estaba ocupado y el día que al fin tuviste la dignidad de recibirme, apenas me dedicaste unos minutos de tu tiempo para dejarme en la mano una tarjeta de visita con tu nombre bien “bordao”.

Por todo ello menos aún te envidio. Nada pues haré por ayudarte. Para mi hace tiempo que eres carne de olvido, tormenta pasajera, hoja que se llevó el viento.




viernes, 19 de agosto de 2011

La tarde pasada por agua.

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   Este escrito nació hace más de veinticinco años. Justo la mitad del tiempo recorrido por este recién estrenado cincuentón. Rebuscando en los ajados baúles, emergieron un par de hojas amarillentas y mal mecanografiadas, (…en el asunto de la escritura con artilugios mecánicos, nunca fue ducho y, menos aún, hábil el escribidor) y he de reconocer que se me encogió el alma. Se me encogía porque estaba viendo, palpando y viviendo aquel momento intrascendente y a la vez tan hermoso, tan cercano. Igualmente me apenaba que de todos los mencionados, solo queden por estos andurriales cura, pintor, maestro y quien subscribe, que tocará madera para espantar el mar fario. Por ellos y para ellos, es este relato.

 

     Estoy tendido sobre la cama, soportando el calor agobiante de esta tarde de septiembre. Sudo por todos los poros de la piel y tomo la decisión de darme una ducha. Abro el grifo, recibo el agua como gloria caída del cielo y un letargo frio me recorre el cuerpo, a la vez que una impresión letal me invade el ser dejándome descuajado, roto como un puzle en mil pedazos. Después, de vuelta al dormitorio, me visto y rápidamente salgo a la calle.

     El cielo esta como cubierto de un plomo grisáceo; se palpa el tedio por todos los rincones y nubes negras como el carbón se dibujan en el horizonte, mientras que algún relámpago lejano presagia que la tarde estará pasada por agua. Vuelan en las alturas montones de palomas que tienen su cobijo en el campanario de la Iglesia y me causa extrañeza comprobar que muy pocas revolotean por los alrededores. Las que lo hacen tienen el vuelo como dormido, igual que si cargasen sobre sus alas inmensas pesas de hierro. Las observo ensimismado, cuando un relámpago zigzagueante rompe la raya del horizonte y casi de inmediato un trueno ensordecedor inunda con su música la monotonía de la tarde.

     Empiezan a caer gotas como platos, de esas que aporrean cabeza y cerebro; el asfalto se cubre rápidamente con mantos de agua. Me protejo de la lluvia en la jamba de una puerta y veo cruzar a Don Justino, cura del pueblo, desde su casa hasta la Iglesia cubriéndose la testa con un periódico. Llueve violentamente, con desenfreno y furia, igual que si de golpe hubiesen abierto las compuertas de una gigantesca presa en el cielo y el agua baja con rapidez, arrastrando por el cauce de la calle pequeñas embarcaciones de pajitos, palos y papeles.

     De repente siento la necesidad de ir a los portales del mercado, de ver caer el aguacero sobre el suelo de la plaza. Parto veloz pisando charcos, empapándome los pies, chapoteando hasta los tobillos, exponiendo mi incipiente calvicie a los rigores de la climatología y siento como cada vez que cae una gota sobre mi cabeza parece que me taladraran el cuero cabelludo. Al llegar a los portales, observo que en la plaza han empezado a desfilar mil soldaditos de agua en perenne formación, unos enormes, otros enanos, como inequívoca señal de que el temporal va para largo.

     Tomo asiento en una de las sillas del bar La Campana y al camarero, que se acerca solícito, le pido un 103 con coca cola. Relajado, observo como los rayos trenzan abstractas figuras en el cielo y oigo el eco altivo de los truenos y el placentero chapotear del agua que baja desde la casa de Manolaco. Veo pasar a lomos de su maltrecha bicicleta a Manolillo “El Cartonero”, con carnes y cartones, empapado hasta los huesos y una mujer entrada en años piensa debajo de un inmenso paraguas negro cual será el momento adecuado para cruzar la calle, con tan mala fortuna, que una catarata de agua cae sobre su cabeza, vertida por una canal, en el momento en que se despoja del paraguas sin motivo ni razón aparente.

     Va pasando el tiempo, mientras desfilan protegidos por inmensos escarabajos negros, Emilio “El Santiaguillo” que viene a tomar café, Andresito “El Pintor” que observa el cielo compungido  y aparece por la esquina de Los Botas con su sempiterna garrota blanca  y negra, la vacilante figura de Román “El ciego”. Entre este ir y venir de transeúntes bajo el diluvio, veo venir a lo lejos, por la esquina de antigua casa de Zacarías, ahora de Don Eugenio el maestro, a mi amigo Rafael, vendedor de tortas y otros menesteres confitados en las mañanas del mercado. Le voceo y le silbo, mas viene como abstraído, y como es despistado de natural, ni me mira, ni se entera. Vuelvo a insistir silbando a la vieja usanza pastoril, labio contraído y aire con fuerza expulsado, y al fin mira como indiferente  hacia donde estoy y lentamente se acerca. Le saludo y ofreciéndole una silla le pido que a su vez pida algo para refrescar el gaznate mientras comentamos lo desapacible que está la tarde.

     Comenzamos a charlar y recordamos como un día de este mismo mes en el verano pasado nos cayó en Las Virtudes un aguacero torrencial, acompañado de una tormenta de piedra y granizo, durante una tarde en la que habíamos ido a comernos gachas y sardinas en las barbacoas del Pilar.

     Y así, sigue pasando la tarde. Continúa la lluvia furiosa cayendo sobre las calles, sobre las gentes, mientras nosotros, con un cubalibre en la mano, terminamos como siempre comentando lo bien estructurada que tiene esta temporada la plantilla nuestro Atlético de Madrid y empezamos a concebir ilusiones, sueños y espejismos pensando que este será un año grande, ese en el que ganaremos la liga, aunque en nuestro fuero interno estemos convencidos y sepamos que casi siempre habrán de ganarla los odiosos merengues blancos.

     Entretanto llueve y llueve, sigue lloviendo con furia sobre Santa Cruz.

Especialmente dedicado a Beatriz y Marga. Ellas saben el porqué.



        

 

viernes, 12 de agosto de 2011

El tiempo roto

     






   Cuando se enciende la luz de la cocina, la penumbra penetra en el dormitorio y me despierta. El letargo del sueño invade todo mi ser y apenas entreabro los ojos para mirar perezosamente el reloj que reposa con su monótono tic-tac sobre la mesilla de noche. Son las siete de la mañana, la hora a la que mi madre se levanta cada mañana para realizar los cotidianos quehaceres de la casa. Empezará por barrer y fregar la cocina de verano, a la que llamamos así porque durante el invierno, un frio de mil demonios la invade, impidiendo su habitabilidad. En esta dependencia se encuentra el infernillo de petróleo donde se calienta el agua y que despide al funcionar un olor apestoso a combustible que invade todos los rincones de la casa. Ya debe estar encendido, porque un hedor pestilente va penetrando en el dormitorio, mientras el agua empieza a calentarse en una lata de considerable tamaño, que en su origen contuvo aceitunas de Jaén.

   Terminada esta faena, continuará con la misma tarea en la cocina principal y en el inmenso comedor que precede a la habitación donde está ubicada la peluquería, que será la última estancia de la casa que arreglará. Después encenderá el brasero de picón y lo dejará un buen rato en la terraza, al aire libre para que prenda bien y no de tufo, que es como se denomina el humillo que a veces desprende, provocando en quienes se calientan alrededor de la mesa camilla terribles vómitos y dolores de cabeza. Por último cogerá la bolsa de la compra y partirá con rapidez hacia el mercado para llegar la primera cuando abran los puestos de pescados, carnes, verduras y ultramarinos, porque a las nueve tendrá que tener abierta la peluquería.

   En el momento en que suena la llave cerrando la puerta, ya soy consciente de que me quedaré nuevamente dormido, pues hoy que se celebra la fiesta de San José de Calasanz no hay escuela y mañana que es sábado tampoco, por lo que no hay obligación de levantarse temprano.

   Son más de la diez de la mañana, cuando la voz de mi progenitora se escucha a través del ventanillo apremiándome a que me levante porque tengo cosas que hacer. Con los pies en el suelo y aun medio dormido me pongo la ropa y me encamino vacilante a lo que llamamos “el camarón”, que es un inmenso cuchitril donde se amontonan todos los trastos inservibles que apenas se usan en la casa; sartenes para la matanza, trébedes, tenazas y mil artilugios más, se mezclan con una palangana para lavarse y un cubo donde expulsar los orines, con la particularidad de que a la vez es allí donde se lavan vasos, platos y todos los cacharros de la casa en un fregadero de madera con dos lebrillos en cada lado, uno para el fregado y otro para el aclarado.

   Orino, me lavo la cara, las manos y le pido a mi madre cinco pesetas para ir a por churros a la Irene. Bajo las escaleras, saltando los escalones, que de dos en dos me llevan al piso de abajo. Allí no hay casa, sino un almacén de bebidas que regenta Antonio Delgado, donde se venden cervezas, refrescos, vino y todo lo imaginable. Antonio siempre lleva un cigarro colgando en la boca, en la comisura del labio y todos los pitillos que se fuma, que son muchos, los lía a mano con inusitada destreza. Salgo a la calle y siento que hace un frio de mil demonios y se nota claramente en los humeantes moñigos que adornan el centro de la calle por donde acaba de pasar un carro tirado por mulas. Llego a la esquina de la Calle Real y observo en el centro de la calzada a Pablo el municipal dirigiendo el tráfico de carros, bicicletas y motos; también algún coche cruza de vez en cuando y se divisa a lo lejos el carruaje de caballos de D. Juan Amorrich, médico de la villa que debe ir a visitar a sus enfermos Cruzo la calzada y corro veloz por la acera donde tiene su tienda de confecciones Miguel Matute y al llegar a la esquina de la calle General Perón vuelvo a pararme junto a la librería propiedad también del mencionado comerciante. Enfrente, está la zapatería de Angelito y se escuchan con levedad los pequeños martillazos que da al clavar los remaches en la suela de los zapatos.
     

   Sigo mi recorrido y cruzo por la tienda de Virtudes Malagón y la farmacia de los Queros que está en la acera contraria y así llego a la intersección de calles conocida como La Puente, donde está la mercería de Antonio Laguna, la carnicería de Pote, la tienda de piensos y ultramarinos de las Malagonas, la navajería del Pinerillo, el estudio fotográfico del Canario y la tienda de Santiaguillo, donde se venden todo tipo de artículos alimenticios y pescados frescos de ultramar. En la puerta está aparcada la bicicleta de Cortes, que es el muchacho que le hace los recados. Y justo entonces empiezo a gozar de un olor a churros que impregna el aire frio de la mañana. Llego a la churrería de la Irene y observo gustoso que solo hay un par de clientas delante de mí. Veo suficiente masa en el lebrillo y ello me lleva a pensar que tendré que esperar poco tiempo, así que cuando me llega el turno pido una rosca de cinco pesetas y veo como la muchacha que ayuda en este quehacer a la propietaria, oronda y con los brazos arremangados, coge la churrera y empieza a apretarla con fuerza y destreza; chisporrotea la harina al caer en el aceite hirviente y poco tiempo después con una habilidad inusitada, da la Irene la vuelta a la rosca y pasados apenas dos minutos la coge hábilmente con los dos palos que utiliza para este menester y la coloca encima de una mesa que tiene forrada en chapa con sumo cuidado. Coge un junco, lo pasa por el centro de la roca y me la entrega mientras pongo una moneda de un duro sobre su mano.

     Salgo nuevamente a la calle cuando un silbido familiar se oye a mi espalda; miro hacia atrás y observo a mi padre en la puerta de su taller de zapatería, indicándome con un ademan que vaya presto a su lado. Cuando llego a la puerta del establecimiento ya ha desaparecido en el interior, al que accedo impregnándome inmediatamente de una mezcla de olores que se confunden entre tufos de pegamento, goma y los hedores propios que desprende la multitud de calzado de toda índole y condición que se amontona en las estanterías. Me da un beso y coge un trozo de churro, mientras observo por milésima vez la herrumbre que cubre las paredes ennegrecidas por el polvo que desprende la goma de las suelas al ser lijada en el motor. En una de las paredes esta clavado como a perpetuidad un cartel impreso del Fuero de los Españoles, que dictamina y ordena los derechos de que disponen todos los trabajadores de la España franquista. Me padre me ordena que vuelva por la zapatería, porque debo de hacer el reparto de zapatos a los clientes de mayor prestigio y condición. Protesto airadamente, puesto que he quedado con los amigos para jugar un partido de futbol en las eras del Palomar contra los negritos, que es como apodamos a los que viven en el barrio de San Roque. Al final, como siempre, me padre accede y parto feliz con mi rosca de churros y un solo pensamiento en la cabeza, jugar el partido y lo que es mucho más complicado: ganarle de una puñetera vez a los negritos.

     Llego a casa, desayuno a toda prisa y aún masticando el último bocado observo a través de los cristales de la cocina la llegada de mi amigo Rafa, “el Tortero”, que lo primero que me dice es que el partido no se va a celebrar, porque el equipo contrario considera que no tenemos la suficiente entidad y categoría para enfrentarnos a ellos. Salimos a la calle cabizbajos y a lo lejos divisamos una bicicleta que viene lanzada a toda velocidad, cuesta abajo y sin control. Subido en ella va Cesítar “El Breva”, que tiene una cabeza parecida al Peñón de Gibraltar. La calle tiene una zanja abierta, porque se están llevando a cabo las obras de saneamiento en esa parte del pueblo, y Cesítar, que lleva una lechera maltrecha y llena de bollos en uno de los extremos del manillar, cae dentro con bicicleta y lechera incluidas. Lo primero que pensamos es que ha fenecido. Asustados nos asomamos al barranco y le vemos aparecer empujando con presteza el velocípedo, mientras la lechera flota en un charco de agua sucia que hay en el fondo de la hondonada. Cesítar parte a lomos de su maltrecha Babieca y nosotros nos quedamos en el umbral de la puerta del Casino pensando en las musarañas y sin saber muy bien que hacer. El cielo se va tornando de un color grisáceo que amenaza lluvia y las primeras gotas empiezan a caer. Observo a Rafa y le veo, como tantas veces, con sus gafas de pasta unidas en el puente por un gran trozo de esparadrapo, porque como bien dice su madre esta criatura necesita anteojos nuevos cada semana, en vista de lo cual hay que ir reparando como sea los que remedio puedan tener.

     En ese momento, todo se difumina. Abro los ojos y veo como unos rayos de luz penetran por la semiabierta persiana de la ventana. Meditabundo, miro a mi alrededor y despacio, lentamente, voy tomando conciencia de que todo ha sido un sueño, una quimera que me ha trasladado a un retazo escondido de mi niñez. Con pena y nostalgia pienso en mi padre, que partió para otros mundos hace tiempo y en mi amigo Rafael que le acompañó demasiado pronto a los mismos remotos lugares. Me levanto de la cama, lentamente me aseo y bajo parsimonioso al patio, donde mis hijos juegan y mi esposa riega las plantas. Y solo entonces soy verdaderamente consciente de que más de tres decenios separan el sueño reciente, de la verdadera realidad de mi existencia.

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 4 de agosto de 2011

De la feria, El Santo y los pinchos del Alaska.

    



     Añoro la feria de antaño, la que en conmemoración de gestas no recordables comenzaba cada año el 18 de julio . Aquella que se ubicaba en la explanada del parque y a la que partíamos como en procesión desde la calle del casino o de Don Máximo Laguna, como gustaba de llamar mi progenitora, mi padre con su garrota, mi madre muy “repeina”, mi hermana con sus dos coletas trenzadas y un servidor dando saltos, como si de un muelle se tratara.

   No vaya a pensar el lector que era tarea fácil la de convencer a mi padre para visitar el ferial. Ya hemos dicho y sabido es, por otros escritos expuestos en este devenir de la escritura, al que el escribidor es tan aficionado, que el patriarca de la casa arrastraba desde su época de niño una permanente cojera, por lo que fácil es deducir que no le resultara cómodo ni placentero el asunto de tener que desplazarse a patita, hasta la otra punta del pueblo, aunque cierto es y hay que decirlo, que una vez puesto en faena y con el regusto de la fiesta , lo dificultoso era emprender el camino de regreso.

    La primera parada era en La Puente, junto a la tienda de Santiaguillo, donde empezaban a estar ubicadas, como en desfile procesional y a lo largo de toda la calle, las casetas de turrón y de juguetes. Allí se inauguraba el rosario de peticiones con la adquisición de un trozo de aquella masa dura y salpicada de almendras, que unos tropeles de moscas volanderas habían saboreado con deleite y anterioridad sin ningún tipo de compasión, mas no eran estos tiempos de ascos y repugnancias por lo que el dulce sabor del preciado manjar resultaba placentero como maná de los dioses. Así, entre saludos a conocidos y paradas para tomar aire llegábamos al Cortijo, tasca de reducidas dimensiones, que estaba situada en los bajos del cine de Antonio Laguna y de la que mi padre era cliente preferencial, por aquello de la cercanía del bar en cuestión con su taller de zapatería. Tomado un refrigerio seguía la marcha atravesando el real de la feria compuesto por un mar de cacharros, casetas y artilugios. La noria, el látigo, la ola, y el trenillo de La Bruja, en el que trabajaba un elemento cuya cara era calcada a la de Rod Steward, ( ... gracias amigo Testón por recordarmelo), amén de los puestos de algodon dulce, salpicado por las motas de  tierra que levantaban los pies de los viandantes. La siguiente etapa había de llevarnos a las inmediaciones de la verbena, al regusto y saborcillo de los pinchitos del bar Alaska. ¡Qué decir de tan preciados morunos! y como aseverar a todos aquellos que gozan de menos años y no conocieron esta taberna volatinera, que no hubo, habido, ni habrá, carne como la cocinada en sus maravillosos fogones.

 

   Imagínense, amigos leedores, que hago como de fotógrafo si les cuento que a lo largo del parque había un rosario de bares con sus sillas abatibles de madera y en ellas aposentaban sus posaderas los sufridos pobladores de la villa. Aquellos que, durante un año interminable, sin vacaciones, fiestas, ni apenas descanso habían conseguido juntar como tesoro, un puñado de pesetas para gastar en las esperadas ferias. Así, el vino corría a raudales y a falta de urinarios, retretes, letrinas y excusados, era al cobijo de los árboles del parque, donde cada cual a su manera realizaba sus más estrictas necesidades.

 

   Terminada, y siguiendo con el relato, la estancia en el bar Alaska y llegados en fraternal y familiar paseo al final del parque de Sales Córdoba(.. así se llamaba entonces), era momento de probar suerte en las casetas de tiro, practica en la que mi padre era avezado y muy diestro, por lo que siempre lograba algún muñeco sin fuste o un paquete de cigarros del que llamaban Palmitas y del que también decían, de eso me enteré más tarde, que era tabaco de p…as, de mujeres de mal vivir­. A la vuelta y por costumbre, era llegado el momento en que mi progenitor había de dar una vuelta en los coches eléctricos, que por aquellos entonces eran para mi asunto muy temido y respetado, en tanto que se decía y comentaba, que fallecimientos y hasta electrocuciones habían acaecido en aquellos autos que recuerdo negros, como pájaros de mal agüero. Adivinaran entonces los lectores que, con perdón, el acojonamiento que me entraba mientras sentado iba en aquella premonitoria silla eléctrica era de padre y muy señor mío, motivo por el cual era imposible gozar y disfrutar de los viajes y choques en cuestión.

   Mi gozo, deleite y satisfacción venía a continuación, cuando con una ficha en la mano me dirigía al coche del Santo, héroe televisivo de éxito muy celebrado que interpretaba Roger Moore, en el carrusel de caballitos y autos de la familia Mena. Allí, dando vueltas sin ton, ni son, me sentía cual héroe peliculero imaginando hazañas, aventuras y proezas en el espacio escaso de unos minutos, los que tardaba en marcar la salida y parada de la atracción la bella Ana, que años más tarde se convertiría en la esposa del amigo Arturo Piña. En esta etapa del festivo deambular tocaban siempre riñas, discusiones y altercados, pues imbuido como estaba de tan procelosas gestas imaginativas, era ardua la tarea de hacer que bajase del automóvil y volviese a la cruda realidad terrena y puedo asegurarles que ni las famélicas fieras del circo Roma, que aposentaba sus reales cruzando la carretera, en los terrenos de Fernando Castro, podían alegrar mi compungido semblante.

  Los churros con chocolate, completaban la última etapa de la estancia en el ferial, del que después sin prisas, pero sin pausa habíamos de emprender el camino de regreso, hacia el horno calcinado de la casa de mi infancia, con mi padre asegurando que ya estaba bien de feria y un servidor, pidiendo y suplicando la benevolencia de un día más de holganza, asueto y divertimento.