Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

domingo, 24 de julio de 2011

De cuando fuimos titiriteros... ( Los Buenos Días Perdidos )

    
    
   Pretendo hurgar en los recónditos rincones de la memoria para viajar a los tiempos en que fui titiritero. No vayan a pensar los lectores que, con esto de haber cumplido el medio siglo, chocheo y desvarió si afirmo y doy fe de que fui actor, viví el éxito, la celebridad, y gocé de popularidad en la “cercana” década de los ochenta aseverando que llegué a ser,¡créanme!,famoso, aunque solo fuera entre los límites que marcan los cuatro puntos cardinales en el principio de la carretera de Bazán, la tejera de Asclepíades, el calerín de los Quitolis y la granja de pollos y cochinos de los Vélez.

    Intentare contar en este apartado de cuentos y chismes lo que a bien sea y pueda recordar de aquel devenir de gratos sinsabores. Para ello, amables lectores, apelando una vez más a la salvaguarda de mi escueta memoria habré de pedir que por carta, telegrama, telefónica llamada, fax o algo tan novedoso como eso que llaman email y un servidor denomina Emilio, me hagan saber los que a mi lado compartieron tan gratos acontecimientos, anécdotas, vivencias y hechos acontecidos que iluminen la gris materia de mi sesera. 

     Apelo para ello a la sabiduría y buen hacer de mi amigo José Testón, que con probadas dotes de maestro comenzó está historia por su final y le insto a que retome la misma por el principio, que el escribidor desconoce, mientras él y su querida hermana la vivieron en sus carnes. Me refiero al estreno triunfal de Los Palomos, obra de Alfonso Paso, con la que levantaron el telón de un sueño, el del principio de las andanzas del afamado y aplaudido GRUPO TEATRAL MUDELA, y con la que, si el vago recuerdo no me traiciona, llegaron a actuar en el prestigioso Corral de Comedias de Almagro, cuna de artistas y compañías, lugar sagrado para el arte de Talía.

     Momento es llegado de empezar y dar comienzo a esta crónica titiritera, para decir y dejar constancia de que la primera obra estrenada en el renacido peregrinar del GRUPO MUDELA fueron Los Buenos Días Perdidos, original de Antonio Gala, que había sido estrenada con vítores y éxito en el Teatro Lara de Madrid un 10 de Octubre del año de gracia de 1972. Hemos de decir, en honor a la verdad, que el elenco de actores de los que disponía el desharrapado grupo era escaso. Corrían tiempos en los que mili, estudios y asuntos varios habían desperdigado y esparcido a los actores y actrices por diversos lugares del suelo patrio; por ello se hubo de buscar obra de pocos personajes y la nombrada vino como anillo al dedo, ya que solo constaba de cuatro papeles de vital importancia, uno como de paso y volandero, y de un pájaro, que, por aquello del cuidado, manutención y subsistencia, disecado estaba en una jaula.

 


     


       

   Dieron comienzo los ensayos en la que por entonces era la sede y emplazamiento del teatrero grupo, la casa de Acción Católica, lugar variopinto y de variados usos a lo largo de su prolífica existencia, ya que por ser, había sido casino en los añejos tiempos que precedieron a la guerra, cine club de culto al que iban cuatro gatos sibaritas a visionar películas de Bergman, Buñuel y quien sabe cuántas cosas más, siempre, eso denlo por sentado amables lectores, que estuvieran dentro del beneplácito y la condescendencia de quien era dueña y señora del inmueble en cuestión, que era y sigue siendo nuestra santa madre Iglesia.

     Digo pues, y dicho queda, que como a trancas y barrancas, con episodios varios, la obra avanzó y se fue fraguando bajo la dirección, es un decir y por llamarlo de algún modo, de Juan Galván alias “Jaito”, que Dios tenga en buen lugar, quien triplicando en años y zorrerías a los comediantes antes mencionados, elegido fue por mayoría y aplastante quórum, director del proyecto y conductor de la nave, aun a costa de aseverar ante cualquier compungido actor o actriz, si llegaba el caso, que perdido se hallara en sus dotes interpretativas y que como a modo de plegaria interpelaba a su sabiduría para salir del atasco, aquello del  “ a esto hay que dale, hay que dale”, como única solución y remedio.



      

    

   Aun así, con ratos buenos y malos, el proyecto vio la luz y se estrenó un 21 de Agosto del 1984 a las nueve y media de la noche, en las postrimerías de un verano que debió ser, ya no me acuerdo, como todos los de esta manchega tierra, caluroso y demencial. Con un lleno a reventar, en el vetusto salón de la susodicha casa, donde toses, sudores, humo de cigarros y efluvios varios se mezclaban en el aire llenándolo de variados olores y tufos, entre vítores y aplausos hicimos realidad un sueño y por una noche la visceral Carmen fue Doña Hortensia, la María se convirtió en Consuelito, Don José Testón en Cleofás y Antonio Laguna en Lorenzo, con el paso breve por la escena de Rafael Gracia convertido en Don Genaro. De las luces, que eran pocas, como cada vez y siempre, estuvo pendiente quien esto escribe e hizo de apuntador, a quien perdido se encontraba, desde la concha del maltrecho teatro,un actor en ciernes llamado Gregorio Márquez, (… ¡qué coño!, El Pavo), mientras los muebles y aparejos de la obra fueron prestados por Domingo Lozano.

     Acabado el día de tan celebrado estreno y saboreadas, en olor de multitudes, las exquisitas mieles del éxito, cual no debió ser nuestro asombro cuando por calles, bares, tascas y tabernas los pobladores y conocidos del lugar nos felicitaban efusivos estrechándonos la mano, dándonos desaforados besos o abrazándonos con inusitadas energías, haciéndonos sentir, como digo yo que deben sentirse, estrellas tan celebradas como lo son, allá por Hollywood, Robert de Niro, Al Pacino, o incluso la extinta y tristemente desaparecida Marilyn Monroe.

     Al éxito sobrevenido se le añadió el pensar, con acierto, que al asunto de la farándula se le podían sacar sus buenos cuartos y es por ello que con premura hubimos de buscar modos y maneras de darnos a conocer en los pueblos y aldeas aledaños o en circuitos teatrales, invirtiendo, acertadamente una vez más, los cuatro duros ganados en un escenario, ¡metálico y desmontable!, que tenía por paredes sabanas de muselina y como puertas dos planchas enmarcadas de cartón piedra.

     Así, de esta guisa, arribamos en el lejano pueblo, allá por los límites de la provincia en el este, de Villanueva de la Fuente, donde por no llevar, ni llevamos escalera en la que subirnos a montar luces, telas y demás aparejos, dado lo cual decidimos, apelando a la hospitalidad de los lugareños, ir a pedir un caballete, que es como comúnmente denominamos en el pueblo a las escaleras abatibles por ambos lados, a la primera vecina que nos salió al paso, que solícita y amable nos encaminó a su casa y nos subió “pal” piso de arriba, donde guardaba entre trastos y armatostes, el caballo de cartón en que le dio las primeras papillas a su primogénito hijo. Deshecho el malentendido y agradecidos de igual modo, dimos paso a la actuación en la plaza del municipio con poca asistencia de personal, lo que nos vino a dar a entender y a vislumbrar con claridad, que con nosotros el sabio refranero se equivocaba puesto que éramos y de qué modo profetas en nuestro amado terruño.

 

     

     

   La siguiente etapa estuvo situada en el manchego pueblo de Abenójar, donde dice el dicho, que el escribidor no tiene por cierto, que toda la que no es p…., es coja. Perdónenme los hijos del lugar que estas escuetas palabras pudieran leer, si ofendidos se sienten por lo que de ofensa pueda tener esta apreciación, pero bien saben, aunque sea una falacia, que nuestro rico refranero recoge este dicho que dicho queda. Fue la plaza de la villa, una vez más, el lugar escogido por las autoridades para la representación de la comedia y allí conocimos a la Enriqueta, encargada del añejo teleclub donde las gentes del pueblo observaban pasar la vida y madura solterona que dejó encandilado, sin más, a nuestro director Jaíto, que por primera vez, en ese menester era maestro de sutil hacer, no hubo de negociar el precio de la actuación, que venía de antemano establecido, más si consiguió que la intendencia y el avituallamiento traducido en chorizos, morcillas, platos de jamón, queso y productos varios del lugar, regados con su correspondiente tintorro nos saliesen gratis o de cuello, como solemos decir por estos pagos.

     La representación estuvo jalonada por los efectos que causaron los efluvios etílicos de uno de los actores en escena, a quien la dosis de whisky ingerido de antemano hizo dar algún traspié tambaleándose y haciendo caer la percha que llena estaba de ropajes y utensilios, mandando la estantería en que depositados estaban los productos peluqueros, mismamente a donde se fue a parar el carro del Bizco, (o lo que es igual, a tomar por…).

     El siguiente hecho reseñable, observen los apreciados lectores, que para ser el principio de la historia y teniendo el recuerdo vano, no faltan asuntos que contar, fue la actuación que nuestro representante “El Barbas”, con la ayuda inestimable, una vez más, de Jaito, hubieron de contratar con el Ayuntamiento para actuar en un circo que anclado estaba, por ser las fiestas del lugar, en el real de la feria. Quedó todo convenido, para un domingo a las doce de la mañana, con la salvedad de que el montaje de los trastos escénicos debía hacerse, con brevedad y premura, un rato antes de la actuación, para no alterar la placidez del sueño de las famélicas fieras que en sus jaulas se encontraban. Imagínense amigos, un día de agosto, frisándose  el mediodía y bajo la lona del circo, la temperatura que tener tenía el lugar en cuestión y podrán imaginar con acierto y prontitud, que sofocos, jadeos, opresiones y ahogos se apoderaron de nuestro ser, poco acostumbrado a tan circenses condiciones de vida, dejando plantado al ruinoso empresario en cuestión y volviendo sobre nuestros pasos a la casa de Acción Católica , donde dio comienzo la función cuando el reloj se acercaba a la una de la tarde, entre añoranzas de un gazpacho y una buena pipirrana, regados con vino tinto de la bodega de los Moruscos.

     Levantado queda el telón, para la próxima, que es y será el multitudinario estreno de La Casa de las Chivas, pero esa es otra historia, otra fábula alejada de la ficción. 

 





 


lunes, 11 de julio de 2011

De casas, mansiones y de las inclemencias que habitaban en sus rincones.



       




     La casa de mi infancia era sombría y a ella se accedía a través de una escalera estrecha y empinada que conducía hasta un descansillo en el que había dos puertas que permanecían abiertas de par en par durante todo el día. La del lado izquierdo daba a un salón desde el que te miraban imperturbables, habitando cuadros adornados con marcos recargados y churriguerescos, los progenitores de la Tía María que observados con mis ojos de tierno infante daban como miedo y repelús. También había en la estancia un armario de enormes dimensiones en el que se debían de amontonar, aunque nunca lo supe con certeza, abrigos de cuando la guerra de Cuba y chaquetas con sus camisas azules de la Falange, partido único del régimen que durante décadas había hecho furor y por entonces había dejado de tener importancia y significación. A través del mencionado aposento, donde también estuvo  la primera televisión que hubo de entrar en la casa, pasaban las mujeres que iban a emperifollarse el pelo en la peluquería que regentaba mi madre. Las había de todos los tipos. Unas altas, espigadas y de hermosa silueta y otras, orondas y rotundas, de pechos poderosos que se bamboleaban como globos mientras subían los escalones agarrándose a un gastado pasamanos de madera que predecía el tiempo crujiendo en las épocas de lluvia por la inclemente acción de la humedad. Y era allí, en el primer piso de la casa, donde estaba ubicada, por llamarla de algún modo, la vivienda, que tenía los suelos salpicados de  baldosas pequeñas y cuadradas, de múltiples colores y variados ornamentos. Llegado el invierno hacía en la estancia un frio que calaba los huesos y congelaba el alma. Sin un solo cuarto para el aseo y el lavado cotidiano el asunto de la higiene corporal era una tortura ante la posible lotería de pillar al vuelo una pulmonía a la que solo estábamos abocados cuando era estricta, por olores despedidos y mugres acumuladas, y necesariamente necesario. La llevábamos a cabo en una camareta que había en la parte trasera de la vivienda. Allí estaba situado también el bacín de porcelana, que era como un orinal alto y de considerables dimensiones usado en aquel tiempo de musarañas en el que, por faltar, faltaban hasta retretes, y donde cada cual hacía sus necesidades cuando lo tenía a bien y necesitaba. Puertas y ventanas se hallaban repletas de rendijas por las que pasaba el inexorable frio. Frío que combatíamos con braseros de picón, que provocaban un tufo de mil demonios robando el oxigeno en las estancias mientras estimulaban vahídos,  mareos y desmayos que llevaban casi al otro mundo a los que con las piernas llenas de cabrillas, con las sallas de la mesa levantadas, en ellos se calentaban. A veces, cuando la temperatura llegaba casi hasta bajo cero y los témpanos de hielo colgaban desde los herrumbrosos tejados se encendía, en el colmo del derroche, lo que llamaban la placa,  que era un armatoste de hierro fundido que tenía dos trampillas superiores que llamaban  fogones por las que engullía carbón y un depósito en uno de los extremos para almacenar el agua que, milagro menesteroso, en caliente se convertía con el pasar de las horas del día y que resultaba insuficiente para el lavado de los cacharros y el raspado de las  mugres almacenadas por lo que en las noches frías calentaba agua mi madre en un infernillo de petróleo que desprendía un olor repugnante que invadía sin misericordia cada estancia de la casa y con ella llenaba botes vacíos de plástico que anteriormente habían contenido lacas, champús o cualquier compuesto utilizable en su humilde peluquería para colocarlos a los pies de las camas y evitar con ello el entumecimiento de dedos y articulaciones. Y aquello resultaba como una bendición caída del cielo porque era tanto el frío que allí hacía que cuando respirábamos parecía que salía por nuestras fosas nasales el humo de un puro habano. La niñez es un pasar que nos marca a fuego para toda la vida y tal vez por ello, por todo lo acontecido en el amanecer de mi existencia, me viene la afición por la conversación y la tertulia.
     Habitaban en la casa gentes de avanzada edad. Mi padre, en el colmo de sus desgracias, había quedado huérfano siendo un niño por lo que adoptado fue por su tío Rafael, casado con la Tía María, mujer experta, como veremos, en mandar al otro barrio a aves de variada pluma, y que era buen zapatero, mejor persona y adicto al régimen de Franco hasta reventar. Mi madre había entrado siendo una niña como criada en la casa y tal vez por aquello de que el roce hace el cariño, vayan ustedes a saber, había terminado casándose con el señorito, por decir algo, que era mi padre. Eran años de carestía y contaba mi progenitora que solía pasar hambre en demasía puesto que desayunos, comidas y cenas eran asunto de carácter escueto y ración breve. Será por ello que siempre me viene al recuerdo la foto que guardada tenía en lo más hondo del armario, una que de recién casados les había hecho “El Canario” en su estudio de La Puente y en la que se apreciaba a la pareja en cuestión, por algún conato de asombro o por las acción de aquellos años de ardua subsistencia, con  los ojos muy abiertos, las facciones  desencajadas  y un mirar como de desvarío.
     A veces, cuando recuerdo aquel tiempo, me parece que ha transcurrido una eternidad cuando solo han pasado unas décadas. Los años pasan, transcurren con aparente lentitud y nos van aplastando inmisericordes bajo su peso. He dicho que durante el largo invierno manchego aquella morada se asemejaba a una inmensa cámara frigorífica. Había un triste zaguán que daba a una terraza descubierta y cuando mi madre, en las gélidas mañanas de Enero, fregaba el suelo quedaba este de inmediato cubierto por una delgada capa de hielo con lo que resulta fácil adivinar que transitáramos por el sufrido existir como acorchados, anestesiados y siempre entumecidos por aquellas temperaturas extremas.
     Se dice en el presente, alimentando razones que tienen que ver con lo que llaman cambio climático, que no hace el frío, ni tampoco el calor, de aquella época y a mí se me ocurre pensar, en contra de este parecer, que con las actuales calefacciones y aparatos de aire acondicionado, causantes de resfriados eternos, somos incapaces de sentir las inclemencias del tiempo que, en esta tierra manchega tan extrema, hacía otrora que las estaciones del año se hicieran interminables. Aquí parece que pasado el 8 de septiembre, día de nuestra excelsa patrona, llegado es el final del verano. La gente se encoge, las terrazas de los bares se quedan desiertas y el parque se torna un desierto aflorando un sentimiento monacal y de recogimiento que invade el ser de todo bicho viviente. Entonces, si hay suerte en esta tierra por la sequía castigada, aparecen las primeras lluvias y, como en un sagrado rito, abro el paraguas, que habré de olvidar sin remisión en algún bar, y paseo sin rumbo por las calles entre murmullos de chaparrón y balbuceos de charcos y pisando el agua voy de un lado para el otro mientras siento sobre mi cabeza un cielo gris como el plomo.
     La casa estaba salpicada de altos y bajos, desniveles que se salvaban con múltiples escalones y que mi padre maldecía cada vez que los subía o bajaba apoyado en su garrota. Mi progenitor era cojo. Le había atacado una parálisis infantil a los pocos meses de nacer y como aquel era un tiempo, al principio de los años treinta, de medicina poco experimentada y vacunas inexistentes para el remedio de estos males hubo de vivir con la conformidad, a veces inasumida, de portar una extremidad más corta que la otra, asunto este que intento remediar en un hospital cordobés donde hubo de conocer al afamado Jorge Negrete, cantor de rancheras mexicano que hacía furor en aquel tiempo, y de donde más pronto que tarde salió poniendo pies en polvorosa ante la escasa convicción en su eventual cura. 
     Por el contrario, los veranos en aquella residencia resultaban tan calurosos que parecía que estuvieras de día, y hasta en la noche, como cociéndote en sopa por lo que fue acontecimiento celebrado la compra de un ventilador en la tienda de Manolito que vino a calmar la acción de aquel calor despiadado y más aún lo fue, aquí casi avisan a los palmeros, la adquisición de un frigorífico en la tienda de David Laguna Rodero que resultó milagroso porque siendo mi ilusión la fabricación de helados, por llamarlos de algún modo, de naranja y de limón con gaseosas de La Casera, llenaba unos moldes pírricos diseñados para aquel menester y esperaba sentado a la puerta de aquel maravilloso aparato el momento en que el brebaje cuajase para saborear su frescor.
     Las cervezas Mahou, las gaseosas de La Casera, la Pepsi Cola y las Mirindas eran compuestos que se vendían en la planta baja, en el almacén de bebidas del Tío Antonio que era el hermano menor de la Tía María y contaba mi madre que años atrás y con anterioridad había estado ubicado en aquel mismo lugar el cocedero de Enrique que fabricaba magdalenas y otros compuestos confiteros y que fregaba los moldes de hacer las cochuras en la pila que había en el patio y que nada tendría de extraño ni de particular si no hubiese sido porque el buen hombre se daba en  usar para ello el mismo estropajo con el que lavaba los orinales y bacines en que hacía sus necesidades pensando seguramente que, de una manera o la otra, a los cien años todos habrían de estar calvos.
      Bajando por la escalera que había en el patio de se llegaba hasta la cueva. Allí colgábamos los jamones que con anterioridad se habían salado dentro de unos cajones cubiertos de sal  con un montón de piedras encima. Eran el producto de la matanza del cerdo y nunca después ha saboreado quien esto escribe perniles como aquellos veteados de tan sonrosado tocino  que harían las delicias en el presente de paladares que, creyéndose exquisitos, no saben lo que comen. Tenía la cueva un pasadizo que en las épocas de lluvia se inundaba y que  en verano, a resultas de esa humedad, conservaba una temperatura deliciosa. Por ello, en el suelo, había siempre refrescos y cervezas de los que se vendían en el almacén y era entonces, en aquellas insufribles tardes de caluroso estío, cuando bajaba sigiloso, acompañado de mi madre y como dos sombras nos deslizábamos por la cueva en el afán de calmar nuestra sed, hecha ardor y harta de agua del grifo, con el frescor de un par de Mirindas, manjar de dioses destinados en aquel tiempo al uso común de más exquisitos y pudientes paladares. Allí, a hurtadillas y como quien comete un delito punible, degustábamos tan delicioso brebaje que después, cargados de culpa y asediada nuestra conciencia por tan “ruin” pecado habíamos de ir a pagar sin tardanza al Tío Antonio no fuera a ser, decía mi madre, que Dios nos castigara y ardiéramos en el infierno por coger lo que no era nuestro ni nos había sido concedido.