Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

sábado, 25 de junio de 2011

Por dignidad


    La historia pertenece al baúl de la imaginación y tiene su origen en la participación del concurso de narrativa del colegio de Amparo. Había que presentar un relato que versara sobre algo relacionado con la discapacidad y las musas me trajeron a la mente esta narración ficticia. 
     Con ella me despido y os dejo por unos días. Los que estaré bajo el pérfido sol de Torrevieja tostándome  cual hamburguesa en barbacoa playera. A la vuelta lo venden tinto.




      Cae con fuerza la lluvia. El cielo gris, como de plomo derretido, es un manto que parece cubrir el universo. Esta amaneciendo; apenas asoman las primeras luces del alba, cuando como cada día, abrazado a la odiosa manía de un cigarro impenitente, observo a través de la ventana el nacimiento de una nueva alborada. Las ramas de los arboles dibujan imposibles posturas de improvisado contorsionismo, azotadas por un viento que ruge amenazando con desmembrarlas, despedazándolas sin piedad, inmisericorde.
     Rutinariamente, como cada mañana, enciendo el ordenador con el hábito adquirido desde hace tiempo de leer las primeras ediciones de los periódicos matinales. Viajo así, cual mariposa de flor en flor, por la distinta visión que de las mismas noticias tienen distintos diarios. Lo que para uno es blanco, para el otro es negro y de esa manera llego a la clara conclusión de lo fácilmente maleable que es el ser humano, de cómo el hombre puede llegar a ser un lobo para el hombre. En esas divagaciones me encuentro, leyendo noticias de guerras y desastres, pensando lo poco que el ser humano ha aprendido a lo largo de siglos, cuando la puerta se abre y una  silueta se dibuja en la incipiente claridad de la mañana; se acerca, me sonríe y con ternura me besa; cada día, esta sagrada devoción se repite y cada día también, me sale del alma devolverle un te quiero observando como sus ojos rasgados bailan y  trenzan cabriolas de alegría en la mirada.
     Es Beatriz, mi pequeño tesoro, la flor que en este día cumple diez primorosos años. Por ello, atrayéndola hacia mi pecho y dándole un abrazo, le deseo un feliz cumpleaños y entonces, con su innata ingenuidad me pregunta si la quiero y ante mi aparente perplejidad insiste en querer saber si la he querido siempre.
     Diez años antes, otra mañana gris de febrero, el mismo día, -- en estos lugares del norte peninsular, esta época del año es tan bella como desapacible-el agua rompe sin piedad, con inusitada fuerza contra los escarpados acantilados que bordean la sinuosa carretera que une los pueblos costeros con la ciudad. El limpia del coche oscila sin parar a toda velocidad, sin tiempo para eliminar el agua  acumulada en los cristales, mientras el tráfico discurre lento y pausado debido a la adversa climatología. Suena de fondo la voz quebrada y rota de Leonard Cohen desgranando una canción de melancólicos acordes , cuando oigo la conocida sintonía indicadora de una llamada en el móvil,  olvidado dentro del bolsillo de la chaqueta que reposa en el asiento trasero del auto. La llamada no sería motivo de impaciencia e intranquilidad si Patricia, mi esposa, no hubiese quedado en casa soportando un embarazo que se acerca a su octavo mes. Por ello, sin dudarlo, abandono la carretera en el primer parking de hotel que encuentro, en el preciso instante en que vuelve a sonar el teléfono y oigo entre sollozos contenidos, la  voz asustada de Patricia, pidiéndome con insistencia que emprenda el camino de vuelta. Ahorraré detalles que se suponen entendidos sobre la impaciencia y tardanza del regreso, pues habrá de pasar algo más de una hora hasta que los servicios de urgencia de un hospital cercano a casa, preparen lo que parece ser sin duda la inminencia de un prematuro parto.
     Transcurren segundos que se tornan minutos y minutos que pasan a ser horas interminables; en estos lugares parece que el discurrir del tiempo en su conjunto se detiene y la vida ha de pasar por obligación a ser un asunto de forzada paciencia. Al caer la tarde la sala de espera ha quedado vacía y un sopor traducido en somnolencia me invade, cuando una enfermera me golpea suavemente en el brazo para indicarme que haga el favor de seguirla. El despacho, mejor decir habitáculo, al que me conduce es austero,  tan sobrio y feo que hiere los sentidos. Sentado detrás de una mesa, sobre la que no reposa nada, hay un hombre de mediana edad que dice ser el cirujano que atendió a Patricia durante el parto.  
      Todas las profesiones cuentan con impresentables, con indecentes que no se distinguen por su bondad en el trato, por tener mesura, y prudencia;  vanidosos y henchidos de orgullo, desde su trono dictan sentencias inapelables sin que les tiemble el pulso, sin el más mínimo apego o empatía a la humana sensibilidad de la victima sobre la que cae su dictamen. Este personaje de bigote plateado y pelo encanecido pertenece a esa ralea. Como si se tratara de algo repetido mil veces hace un retrato sobrio y escueto de cómo fue el parto, indicando que tanto la madre como la niña están en perfecto estado, con la única y desafortunada salvedad de que la pequeña, mi hija, parece padecer síndrome de Down; sentencia rotunda, veredicto final.
     No sé si el mundo se difumina o se desvanece, si se esfuma o se rompe como una taza de porcelana en mil pedazos, cuando como un sonámbulo encamino mis pasos hacia la calle. Me acoge el silencio, la sordina de una noche negra como la boca de un lobo y una vez más la sempiterna lluvia. Como perdido vago por los alrededores del hospital y las lagrimas caen de mis ojos cual manantiales de sal destilada en rabia. No lo merezco; pienso y me digo que no merezco este destino y en ese momento siento como en mi interior nace un sentimiento de repudio, de desprecio y repulsión por ese ser que acaba de nacer.  
     Es algo que se me clava dentro como un puñal, como una marca indeleble grabada en la piel a fuego y no soy consciente de que esta brutal penitencia habrá de acompañarme todos los días de mi existencia. Los años habrán de pasar y con ellos, el discurrir de la vida es sabio, habré de darme cuenta de que las adversidades son obstáculos que una vez salvados engrandecen a quien los sufrió y el ser humano supera los infortunios hasta límites que el mismo desconoce y presupone de antemano inaguantables.
     Po ello hoy, diez años después, acierto a pensar y entiendo, que las dificultades añadidas de Beatriz me han ido engrandeciendo como persona, que sus logros se han convertido en victorias que celebro con desmedida pasión. Porque esos logros son altas montañas, desiertos inmensos que habrá de cruzar y salvar, para poder llegar a conseguir lo mismo que los demás, porque siempre habrá algún ser denominado humano, que careciendo de sentimientos,  verá en su lucha algo baldío e inútil, que no valorará su esfuerzo, que considerará que es un lastre para la sociedad, sin ser consciente de que nadie sabe lo que le espera a la vuelta de la esquina.
     Por ello también, le hago sentir una vez más que la quiero, que caminaré a su lado ante la adversidad y que mi mano tendida será una prolongación de la suya durante todos los días de mi vida. 

sábado, 18 de junio de 2011

La bicicleta del Breva.

     

     Cesitar “El Breva” tenía la cabeza grande, los ojos saltones y el cerebro de un mosquito. Cesitar montaba una bicicleta de color verde, marca BH, pero tenía arraigado en su mente que aquello era un avión. A Cesitar le gustaba ir a toda velocidad, a toda la marcha que sus pies pudieran imprimir a los pedales mientras hacía ruidos con la boca para parecer un coche. Tal vez por ello un día estuvo a punto de saltarse la tapa de los sesos contra la esquina de Las Loritas que eran dos hermanas de edad indefinible siempre emperifolladas. Todo por una apuesta, por comprobar si era capaz de darle la vuelta al cuarterón en un minuto. Se puso a pedalear y al bajar la cuesta de la Calle de San Marcos frente a la esquina del Casino le faltaron piernas y pies para darle vueltas a los pedales y se estampó contra la pared aunque, como tenía una cabeza del tamaño del Peñón de Gibraltar, solo hubo de lamentar un chichón breve y el deterioro de la rueda delantera del velocípedo que quedó como hecha un ocho.

     Cesitar portaba siempre una lechera de latón salpicada de bullones con la que iba a por leche al corralón de Juan de Dios. Nosotros lo invitábamos a que jugase a la pelota mientras uno se escurría y con mano diestra le llenaba el recipiente con ristras de petardos de los que vendía Santiaguillo en su tienda de la Puente. Entonces la lechera empezaba a dar saltos echando humo y a Cesitar se le abrían los ojos con tal desencajamiento que, pareciéndose al Jovencito Frankenstein, y cabreándose hasta límites fuera de los común, salía corriendo detrás nuestro y a quien le echaba el guante le metía una tunda de palos que lo doblaba.

     En el corralón de Juan de Dios había, apilado contra la pared, un montón de mierda más alto que el Everest. Un día fuimos a por leche con Cesitar y él, con la decisión que tienen los que piensan poco, aseguró que era capaz de llegar hasta la pared caminando, cual Jesucristo sobre las aguas, sobre el túmulo de excrementos. Nosotros, ángeles ingenuos, le incitamos a que lo hiciera y él, con destreza inusitada, se puso a caminar sobre las deposiciones y poco a poco, como a cámara lenta, fue hundiéndose, como se hunde un león en las arenas movedizas, hasta que quedó cubierto de la mitad para abajo en aquella apestosa inmundicia. Entonces se puso a gritar como si se tratara de Tarzan de los monos y hubo de lanzarle Juan de Dios una cuerda de longitud considerable para sacarlo a rastra y al  igual que lo hacen con los toros en las plazas. Al poner los pies en tierra firme se asemejaba a un pájaro estropeado de un tiro apestando por los cuatro costados. Después le acompañamos a su casa con un olor que alimentaba y su madre le pegó una paliza de padre y muy señor mío.

     La madre de Cesitar preparaba bocadillos de leche condensada. Cortaba por la punta un bollo de pan tierno, le extraía la miga y lo rellenaba de cremosa leche. Una vez me invitó a degustar aquel compuesto y casi me muero de asco porque al morder el bocadillo empezó a chorrear leche a mansalva y casi fenezco en el intento. La madre de Cesitar emprendía de vez en cuando viaje hasta las tierras de Levante. Quedaba entonces en la mansión al cuidado de su padre, que se apellidaba García y tenía una relojería en la Calle Real o de Cervantes, y de una hermana mayor. A la vuelta de uno de aquellos viajes por la costa levantina encontró la madre la cocina de la casa con tal desbarajuste que el caos que se aventaba parecía emergido de las entrañas de la ferretería del Mortola, de quién habremos de hablar en otra ocasión venidera,  mientras reinaba la anarquía en la casa con sus aposentos haciendo que se asemejara al famoso camarote de los hermanos Marx y  Cesitar purgaba en la cama, con intensos dolores de tripas convertidos en diarrea, los días pasados en el más absoluto desenfreno culinario. Cesitar veía fantasmas, o al menos así lo creía, cuando contaba que por las noches, oteando a través de los visillos de la ventana, observaba como la vecina atravesaba el patio a la luz de un farol acompañada de seres que para él eran como del otro mundo. Lo que no sabía Cesitar en aquel tiempo es que los fantasmas eran de carne y hueso y la vecina cobraba sus buenos duros por satisfacerlos.    

      En aquel tiempo de principios de los 70 era  Alcalde de la villa Carlos Dotor Navarro, practicante y partero de profesión que hubo de abrir la puerta de este vergel de La Mancha a generaciones enteras de santacruceños, y fue cuando se empezaron a colocar las tuberías de saneamiento en la Calle Inmaculada. Por ello abrieron como en canal la calle entera dibujando una zanja inmensa en el centro de la misma. Llegaron entonces las lluvias otoñales con sus lodos y barros y el cielo se abrió en un torrente de agua convirtiendo la zanja en un rio cenagoso y turbio. Y allí hubo de caer, de cabeza y por el peso, entre gallos y a medianoche, la bicicleta y el Breva con su lechera. Debía de andar como absorto al estar un poco ido y, pensando en la musarañas que eran sus musas, cayó de bruces al hoyo aunque para su bien, y una vez más, solo hubo de lamentar rasguños y moratones.


     




sábado, 11 de junio de 2011

Del pasado tangible.


      Cuando, cada vez con menos intervalos de tiempo,me remonto al lejano  discurrir de mi niñez, siempre me vienen a la mente los días, semanas, meses, años en conjunto que pasé siendo tierno infante en Las Virtudes. El transcurso de los veranos, que por aquellos entonces recuerdo tórridos y bochornosos, con un sol que amenazaba con derretir sin piedad las piedras, se me antojan infiernos comparados con los de ahora; evidentemente carecíamos de las excelsas comodidades de hogaño y los aires acondicionados eran artilugios desconocidos y como de otras galaxias.
   La siesta era asunto de pijama,orinal y padrenuestro,que diría Camilo José Cela,o dicho de otra manera cuestión que había que tomar con calma y sin precipitación.Cuando observo,en nuestros presentes tiempos, las prisas con que nos movemos los actuales pobladores del planeta, esbozo una sonrisa y recuerdo la vida de antaño, sin colesterol ni triglicéridos y eso que no soy de los que piensa como Jorge Manrique que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero campaba la tranquilidad y el stress, tan usual en el actual vivir cotidiano, era asunto desconocido y la vida discurría placentera, botijo de agua fresca a la sombra resguardado y sartén de gachas con torreznos en la lumbre cocinada. 
     Digo que era entonces, en aquellos años que perdidos parecen en la memoria de los tiempos, cuando aprendí a amar este paraje manchego; los veranos ya os he dicho como eran; los otoños llegaban inmisericordes una vez que pasaba el 8 de septiembre, día de la patrona, que marcaba con la exactitud de un reloj suizo el comienzo de las clases, la vuelta a las añejas aulas del saber franquista, a las sonoras hostias sin consagrar, que nos daban de regalo en el colegio de las madres concepcionistas. 
     La semana era larga y el aprendizaje arduo, pero llegado el viernes, viajaba en el pequeño utilitario de Antonio Laguna, un seiscientos gris con el techo negro, por la serpenteante carretera camino de Las Virtudes y no puedo evitar ,cuando han pasado mas de cuarenta años, recordar en blanco y negro aquel tiempo, dedicarle unos minutos del placentero presente, porque yo no quiero volver en la máquina del tiempo hasta aquella época perdida en la memoria, aunque digan algunos pertinaces agoreros, que mientras disfrutan de los beneplácitos que nos da el presente, que con Franco se vivía mejor, digo yo y clamo por que se cumpla, el que alguien los devuelva por periodo indefinido a esa epoca ancestral, donde a falta de cuartos de aseo hacíamos las necesarias necesidades entre pollos y gallinas y limpiábamos nuestras posaderas con hojas manuscritas de papel de periódico atrasado.






martes, 7 de junio de 2011

Algunas confesiones nocturnas.




Esta semana de duelo y quebranto toca meter la mano en el saco del recuerdo. Como este escrito es de los primeros que paridos fueron, presupongo que unos lo habrán olvidado y otros no lo conocerán. Mientras acuden las musas en mi socorro aquí queda.


    

 

    Amo la risa, me encantan las personas que ríen por cualquier cosa, aquellos que dibujan en su cara una sonrisa ante la adversidad, aunque yo no pertenezca precisamente a esa estirpe. En cambio, soy un soñador empedernido, sueño despierto y vivo en Babia y es así como viajo a lugares desconocidos y sueño con ser lo que nunca fui, ni seré, pero qué más da. Me gusta perdonar, pues no entiendo la vida sin perdón, al igual que no la comprendo impregnada de rencor, total pienso, para que odiar si este camino es muy corto. Con los años estoy aprendiendo a relajarme, a disfrutar de lo pequeño, de las pequeñas cosas que la mayoría no ve e ignora: la brisa de la mañana, los días soleados, las tardes de lluvia, en fin, tantos pequeños tesoros. Ahora estoy aprendiendo a pedir ayuda, aunque nunca me costó demasiado. Es tan gratificante bajar los peldaños de la escalera de la prepotencia y decirle a una mano amiga: estoy jodido, échame una mano, no puedo más y en contraposición, colma tanto de alegría el hacer un favor que cada vez deseo más que me los pidan. Me gusta expresar lo que siento y ello me acarrea multitud de problemas, porque siempre carecí de la mesura necesaria que me indique lo que debo decir y por el contrario aquello que debo callar, y la vehemencia en mis exposiciones me acarreó problemas y males, pero supongo que así fue y así seguirá siendo, que le vamos a hacer sí seguiré diciendo lo que pienso.

   Dicen que es bueno romper hábitos, pero a mí me cuesta infinito renunciar a mis preconcebidas costumbres: los vinitos a tal hora, la charla con los amigos, la dormida siestecita y leer, ante todo saborear un buen libro. Mi amiga Mise, bibliotecaria del pueblo ríe cuando le digo que no se puede acometer la lectura de cualquier cosa. Calcula, le digo, los libros que te quedan por degustar hasta el fin de tus días y no te saldrán más de trescientos, así que elige con cuidado porque son miles los que te quedarán por conocer, y millones las cosas que te quedarán por aprender.

 

     Tengo dos hijos, que son mis dos soles, Adrián de quince años y Amparo de doce, que a veces como padre tardío que soy, voy a por los cincuenta, me sacan de mis casillas. Me enfado, voceo y después me digo, sonríeles, habla con ellos, cuéntales tus cosas y ellos te contarán las suyas. Me gusta cantar en la ducha, sobre todo y ante todo al Sabina y a Serrat, en cambio bailar me vino largo, por ello en mis años mozos destrocé la barra de las discotecas y tal vez por eso, porque acodado en ellas escuchas y te escuchan aprendí ante todo el arte del palabrerío; reconozco que hablo como un papagayo y cargo con el  sutil defecto, que voy puliendo con los años, de tener poca capacidad de escucha.

 

     Por último y antes de decir hasta la próxima, señalar, aun pecando de presuntuoso, que me encanta recibir un cumplido, esa palabra amiga que dice  “esto querido Mauro, lo bordaste” porque para que engañarnos ¿a quién no le halaga un halago? y a la vez, quien no se siente satisfecho con un reconocido agradecimiento, por ello a la vez que me gusta cumplir aquello que prometí y terminar todo aquello que desee realizar, no entiendo, ni entenderé a todo aquel que dice que se aburre, porque al menos para mí no existe el aburrimiento y tengo la fiel certeza de que esa palabra vana está borrada de mi pensamiento, porque si algo tengo claro en este existir cotidiano es que  a lo largo de mi vida me han de faltar demasiados días para realizar todo lo que quise ver consumado.