Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

lunes, 11 de julio de 2011

De casas, mansiones y de las inclemencias que habitaban en sus rincones.



       




     La casa de mi infancia era sombría y a ella se accedía a través de una escalera estrecha y empinada que conducía hasta un descansillo en el que había dos puertas que permanecían abiertas de par en par durante todo el día. La del lado izquierdo daba a un salón desde el que te miraban imperturbables, habitando cuadros adornados con marcos recargados y churriguerescos, los progenitores de la Tía María que observados con mis ojos de tierno infante daban como miedo y repelús. También había en la estancia un armario de enormes dimensiones en el que se debían de amontonar, aunque nunca lo supe con certeza, abrigos de cuando la guerra de Cuba y chaquetas con sus camisas azules de la Falange, partido único del régimen que durante décadas había hecho furor y por entonces había dejado de tener importancia y significación. A través del mencionado aposento, donde también estuvo  la primera televisión que hubo de entrar en la casa, pasaban las mujeres que iban a emperifollarse el pelo en la peluquería que regentaba mi madre. Las había de todos los tipos. Unas altas, espigadas y de hermosa silueta y otras, orondas y rotundas, de pechos poderosos que se bamboleaban como globos mientras subían los escalones agarrándose a un gastado pasamanos de madera que predecía el tiempo crujiendo en las épocas de lluvia por la inclemente acción de la humedad. Y era allí, en el primer piso de la casa, donde estaba ubicada, por llamarla de algún modo, la vivienda, que tenía los suelos salpicados de  baldosas pequeñas y cuadradas, de múltiples colores y variados ornamentos. Llegado el invierno hacía en la estancia un frio que calaba los huesos y congelaba el alma. Sin un solo cuarto para el aseo y el lavado cotidiano el asunto de la higiene corporal era una tortura ante la posible lotería de pillar al vuelo una pulmonía a la que solo estábamos abocados cuando era estricta, por olores despedidos y mugres acumuladas, y necesariamente necesario. La llevábamos a cabo en una camareta que había en la parte trasera de la vivienda. Allí estaba situado también el bacín de porcelana, que era como un orinal alto y de considerables dimensiones usado en aquel tiempo de musarañas en el que, por faltar, faltaban hasta retretes, y donde cada cual hacía sus necesidades cuando lo tenía a bien y necesitaba. Puertas y ventanas se hallaban repletas de rendijas por las que pasaba el inexorable frio. Frío que combatíamos con braseros de picón, que provocaban un tufo de mil demonios robando el oxigeno en las estancias mientras estimulaban vahídos,  mareos y desmayos que llevaban casi al otro mundo a los que con las piernas llenas de cabrillas, con las sallas de la mesa levantadas, en ellos se calentaban. A veces, cuando la temperatura llegaba casi hasta bajo cero y los témpanos de hielo colgaban desde los herrumbrosos tejados se encendía, en el colmo del derroche, lo que llamaban la placa,  que era un armatoste de hierro fundido que tenía dos trampillas superiores que llamaban  fogones por las que engullía carbón y un depósito en uno de los extremos para almacenar el agua que, milagro menesteroso, en caliente se convertía con el pasar de las horas del día y que resultaba insuficiente para el lavado de los cacharros y el raspado de las  mugres almacenadas por lo que en las noches frías calentaba agua mi madre en un infernillo de petróleo que desprendía un olor repugnante que invadía sin misericordia cada estancia de la casa y con ella llenaba botes vacíos de plástico que anteriormente habían contenido lacas, champús o cualquier compuesto utilizable en su humilde peluquería para colocarlos a los pies de las camas y evitar con ello el entumecimiento de dedos y articulaciones. Y aquello resultaba como una bendición caída del cielo porque era tanto el frío que allí hacía que cuando respirábamos parecía que salía por nuestras fosas nasales el humo de un puro habano. La niñez es un pasar que nos marca a fuego para toda la vida y tal vez por ello, por todo lo acontecido en el amanecer de mi existencia, me viene la afición por la conversación y la tertulia.
     Habitaban en la casa gentes de avanzada edad. Mi padre, en el colmo de sus desgracias, había quedado huérfano siendo un niño por lo que adoptado fue por su tío Rafael, casado con la Tía María, mujer experta, como veremos, en mandar al otro barrio a aves de variada pluma, y que era buen zapatero, mejor persona y adicto al régimen de Franco hasta reventar. Mi madre había entrado siendo una niña como criada en la casa y tal vez por aquello de que el roce hace el cariño, vayan ustedes a saber, había terminado casándose con el señorito, por decir algo, que era mi padre. Eran años de carestía y contaba mi progenitora que solía pasar hambre en demasía puesto que desayunos, comidas y cenas eran asunto de carácter escueto y ración breve. Será por ello que siempre me viene al recuerdo la foto que guardada tenía en lo más hondo del armario, una que de recién casados les había hecho “El Canario” en su estudio de La Puente y en la que se apreciaba a la pareja en cuestión, por algún conato de asombro o por las acción de aquellos años de ardua subsistencia, con  los ojos muy abiertos, las facciones  desencajadas  y un mirar como de desvarío.
     A veces, cuando recuerdo aquel tiempo, me parece que ha transcurrido una eternidad cuando solo han pasado unas décadas. Los años pasan, transcurren con aparente lentitud y nos van aplastando inmisericordes bajo su peso. He dicho que durante el largo invierno manchego aquella morada se asemejaba a una inmensa cámara frigorífica. Había un triste zaguán que daba a una terraza descubierta y cuando mi madre, en las gélidas mañanas de Enero, fregaba el suelo quedaba este de inmediato cubierto por una delgada capa de hielo con lo que resulta fácil adivinar que transitáramos por el sufrido existir como acorchados, anestesiados y siempre entumecidos por aquellas temperaturas extremas.
     Se dice en el presente, alimentando razones que tienen que ver con lo que llaman cambio climático, que no hace el frío, ni tampoco el calor, de aquella época y a mí se me ocurre pensar, en contra de este parecer, que con las actuales calefacciones y aparatos de aire acondicionado, causantes de resfriados eternos, somos incapaces de sentir las inclemencias del tiempo que, en esta tierra manchega tan extrema, hacía otrora que las estaciones del año se hicieran interminables. Aquí parece que pasado el 8 de septiembre, día de nuestra excelsa patrona, llegado es el final del verano. La gente se encoge, las terrazas de los bares se quedan desiertas y el parque se torna un desierto aflorando un sentimiento monacal y de recogimiento que invade el ser de todo bicho viviente. Entonces, si hay suerte en esta tierra por la sequía castigada, aparecen las primeras lluvias y, como en un sagrado rito, abro el paraguas, que habré de olvidar sin remisión en algún bar, y paseo sin rumbo por las calles entre murmullos de chaparrón y balbuceos de charcos y pisando el agua voy de un lado para el otro mientras siento sobre mi cabeza un cielo gris como el plomo.
     La casa estaba salpicada de altos y bajos, desniveles que se salvaban con múltiples escalones y que mi padre maldecía cada vez que los subía o bajaba apoyado en su garrota. Mi progenitor era cojo. Le había atacado una parálisis infantil a los pocos meses de nacer y como aquel era un tiempo, al principio de los años treinta, de medicina poco experimentada y vacunas inexistentes para el remedio de estos males hubo de vivir con la conformidad, a veces inasumida, de portar una extremidad más corta que la otra, asunto este que intento remediar en un hospital cordobés donde hubo de conocer al afamado Jorge Negrete, cantor de rancheras mexicano que hacía furor en aquel tiempo, y de donde más pronto que tarde salió poniendo pies en polvorosa ante la escasa convicción en su eventual cura. 
     Por el contrario, los veranos en aquella residencia resultaban tan calurosos que parecía que estuvieras de día, y hasta en la noche, como cociéndote en sopa por lo que fue acontecimiento celebrado la compra de un ventilador en la tienda de Manolito que vino a calmar la acción de aquel calor despiadado y más aún lo fue, aquí casi avisan a los palmeros, la adquisición de un frigorífico en la tienda de David Laguna Rodero que resultó milagroso porque siendo mi ilusión la fabricación de helados, por llamarlos de algún modo, de naranja y de limón con gaseosas de La Casera, llenaba unos moldes pírricos diseñados para aquel menester y esperaba sentado a la puerta de aquel maravilloso aparato el momento en que el brebaje cuajase para saborear su frescor.
     Las cervezas Mahou, las gaseosas de La Casera, la Pepsi Cola y las Mirindas eran compuestos que se vendían en la planta baja, en el almacén de bebidas del Tío Antonio que era el hermano menor de la Tía María y contaba mi madre que años atrás y con anterioridad había estado ubicado en aquel mismo lugar el cocedero de Enrique que fabricaba magdalenas y otros compuestos confiteros y que fregaba los moldes de hacer las cochuras en la pila que había en el patio y que nada tendría de extraño ni de particular si no hubiese sido porque el buen hombre se daba en  usar para ello el mismo estropajo con el que lavaba los orinales y bacines en que hacía sus necesidades pensando seguramente que, de una manera o la otra, a los cien años todos habrían de estar calvos.
      Bajando por la escalera que había en el patio de se llegaba hasta la cueva. Allí colgábamos los jamones que con anterioridad se habían salado dentro de unos cajones cubiertos de sal  con un montón de piedras encima. Eran el producto de la matanza del cerdo y nunca después ha saboreado quien esto escribe perniles como aquellos veteados de tan sonrosado tocino  que harían las delicias en el presente de paladares que, creyéndose exquisitos, no saben lo que comen. Tenía la cueva un pasadizo que en las épocas de lluvia se inundaba y que  en verano, a resultas de esa humedad, conservaba una temperatura deliciosa. Por ello, en el suelo, había siempre refrescos y cervezas de los que se vendían en el almacén y era entonces, en aquellas insufribles tardes de caluroso estío, cuando bajaba sigiloso, acompañado de mi madre y como dos sombras nos deslizábamos por la cueva en el afán de calmar nuestra sed, hecha ardor y harta de agua del grifo, con el frescor de un par de Mirindas, manjar de dioses destinados en aquel tiempo al uso común de más exquisitos y pudientes paladares. Allí, a hurtadillas y como quien comete un delito punible, degustábamos tan delicioso brebaje que después, cargados de culpa y asediada nuestra conciencia por tan “ruin” pecado habíamos de ir a pagar sin tardanza al Tío Antonio no fuera a ser, decía mi madre, que Dios nos castigara y ardiéramos en el infierno por coger lo que no era nuestro ni nos había sido concedido.



8 comentarios:

  1. Mira Mauro que ha tu casa si he ido, Era muy pequeña pero lo recuerdo.

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  2. ¡¡Maurito!! Nos has trasladado con tu relato nostalgico a un pasado, donde el tiempo transcurría entonces lento, o por lo menos esa sensación teníamos. ¡¡Que recuerdos!! Lo que yo digo es que con esas penurias como pudieron tus padres a una criaturica a medio cocer, sacarla a flote. Así pasa, que luego eres mas duro que "pellejo breva". Yo recuerdo que en casa de mis padres, en el piso de arriba cuando nos íbamos a dormir en verano, echaba agua en las sábanas para poder dormir con el frescorcillo. Y en invierno, como dices tú, salía humo de la boca del frío que hacía. ¡Ahora, lo que mas me ha impresionado es el de las cochuras utilizando el mismo estropajo para los orinales que para los moldes del bizcocho. ¡¡¡Eso si que era reducir costos laborales. Tanto tirar el dinero teniendo que comprar dos estropajos!!
    Del resultado y gusto de los manjares, prefiero ni pensarlo.
    Bueno Mauro, que me a mí me encantan estas historias que nos cuentas tan cargadas de nostalgia y de recuerdos.
    Otro beso retorcío.

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  3. @Las Recetas de Manans

    A buen seguro te acompañaría el chupete en aquellas idas, porque ya hace un buen "puñao" de años que emigramos a otros rincones. Gracias por tu visita, amiga y sigue con tus deliciosas recetas que solo de imaginarlas me engordan. Un saludo.

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  4. @José Testón Marín

    Bien sabes tú que al final terminé volviéndome inquebrantable, después de tanto duelo y quebranto y en los tiempos presentes transito por la vida ahíto de años y peso. Te reirás cuando te diga, me vino después a la cabeza, que tu tía Amalia, creo que se así se llama, era muy amiga de mi madre y siempre que iba a buscarla para salir a pasear gustaba de comprar unas magdalenas de Enrique para comerlas mientras paseaban. Puedes imaginar, que con el recato de aquellos tiempos, mi madre callase lo que veía por miedo a que trascendiera y que un asco traducido en asiento se le instalase en el cuerpo cada vez que veía con el deleite que consumían las preciadas cochuras sus amantisimas amigas. Si me acompañara algo mi maltrecha memoría sería capaz de escribir mucho mas sobre aquellos tiempos perdidos, pero mi eterno olvido es la cruz que llevo a cuestas. Un beso querido mío.

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  5. Mauro, pero que bien escribes..cuanto sabes. Si que pasaron penurias nuestros padres, de eso estoy segura.

    Hace unos días me llevé a mi madre a un spa en la sierra segoviana. Un sitio de lujo donde relajarte en pequeñas piscinas de agua caliente y en duchas de agua aromatizada. Desde una de las piscinitas y entre las burbujas y la música ambiental tipo Zen se podía contemplar toda la sierra y un lago precioso al pie del edificio. Mi madre se quedo mirando al infinito y yo le pregunté: Te imaginabas de pequeña que estarías alguna vez en un sitio como este. Entonces me miro y no me dijo nada. Como se quedo triste, le dije: ¿Te imaginas aqui a la abuela? y entonces nos empezamos a partir de la risa.

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  6. @Marga
    No me halagues tanto que se me sube el pavo Marga del alma mía. Mas que saber debe ser que me voy haciendo viejo y tengo baúles llenos de recuerdos, que si se me enciende la luz, dan para mucho que contar. Me ha gustado la apreciación que haces sobre lo vivido el día del spa con tu madre y me da pie a decir una vez más algo que siempre tengo en mente. Ocurre que cada vez más oigo comentarios de gente mas joven que un servidor que viene a decir que antes se vivía mejor, yo a la vez me digo que había que hacerlos viajar en el tiempo a los años en que nos limpiábamos las posaderas con las hojas del ABC. Seguramente entonces se darían menos al "quejio" y la lamentación. Un placer encontrarte en mi rincón. A ver si llamas mas a menudo. Un besazo.

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  7. Madre mía...con este estupendo escrito -como todos- he revivido la víspera del día de mi comunión. Aún recuerdo áquel sábado sentada en el suelo del balcón de la peluquería,esperando el turno a que me hicieran los tirabuzones de las trenzas que iba a lucir el día que "decían" más feliz de mi vida.Las horas de espera eran interminables, pero yo las viví, entre el olor al líquido de las permanentes,con la ilusión propia de quien esperaba una fiesta al dia siguiente.
    Me alegro mucho no haber comido las "exquisitas" magdalenas de Enrique el confitero, que sí recuerdo ser nombrado en mi familia.
    Saludos

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    1. Aún recuerdo el olor pestilente, que penetraba por las fosas nasales hasta casi quemarlas, del liquido con el que hacían las permanentes. También me viene a la memoria una maquina redonda donde calentaban los "apechusques" con los que fabricaban los tirabuzones que debía haber venido importada desde la quinta puñeta. Lo de las magdalenas de Enrique es tan cierto como que a la noche le sucede el día. Veo que buceas por los artículos antiguos de la factoría y puedo asegurarte que me agrada sobremanera esa fidelidad. Gracias por asomarte tan asiduamente a esta ventana y un fuerte abrazo.

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