Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

martes, 31 de agosto de 2010

En blanco y negro



  

      El día en que murió Franco el cielo lloró lágrimas de alegría. Llovía copiosamente sobre la tierra y el agua golpeaba con furia el pavimento de calles que durante décadas habían recorrido pisadas huidizas. Almas en pena y  llenas de resentimiento vieron como al final de tan siniestro túnel una débil luz asomaba por la ventana de la esperanza. Para otros muchos, aquellos que habían vivido cuarenta años de fastos y oropeles sin sentir ni un solo gramo de piedad por los vencidos, las lágrimas sabían a sal y quemaban entre asomos de rabia como el fuego. Arrastraban a sus espaldas demasiados años de prepotencia y orgullo.
     Aquella mañana el autobús de Alfonso Clemente Lietor llegó, puntual y desvencijado como cada día, a su cita diaria con todos los que íbamos a gastar el tiempo muerto en Valdepeñas haciendo, la mayoría, como que estudiábamos en la Escuela de Maestría Industrial o el instituto Bernardo Balbuena. Y nada más subir a aquel cacharro que, como extraído del fondo de alguna guerra, nos transportaba cual ganado entre un infierno de chapas y ruido, sonó la voz llorosa de Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno cuyas orejas terminaban en punta como las del vampiro Nosferatu, comunicando que el glorioso caudillo de la patria y vigía del faro que había alumbrado cuarenta años de mala vida para la inmensa mayoría de los españoles había dejado de existir. Corría el año de 1975 y una nueva generación de adolescentes imberbes habíamos iniciado la andadura años atrás de la Educación General Básica que, instaurada por el franquismo e impartida en modernos institutos por maestros con otras maneras, pugnaba por  relegar al olvido las viejas academias donde, a través de sangre y jarabe de palo, las letras habían entrado.
     
   La academia de Cachito estaba ubicada en la Calle Inmaculada y yo creo, entre otras variadas razones, que existe Dios porque debió de extender su mano para jamás pusiese mis pies en ella. Andrés Cacho era orondo y guardaba un gran parecido con el General Moscardó que se hizo famoso, cuando la fama venía dada por asuntos inenarrables, por ser el defensor contra la horda roja del Alcázar de Toledo. En las manos de Cachito, que es el apelativo con el que era conocido por el personal, y de algunos otros que ejercían la honorable profesión del maestro en aquella siniestra academia, la badila del brasero, la vareta de una oliva y hasta la correa que les sujetaba el pantalón eran útiles que manejaban con mano diestra en la ardorosa misión de enseñar al que no sabe abriendo cabezas, rompiendo clavículas o partiendo brazos a diestro y siniestro. 

   
  Hasta la calzada de tierra de la Calle Inmaculada, donde jugábamos a las bolas los tiernos infantes, llegaban sin necesidad de ayuda ni telefonía móvil los quejidos y lamentos de los pobres infelices que caían en sus manos y allí también, sobre la acera, estaba la rejilla que daba ventilación a la cueva en la que nuestra desbordada imaginación infantil, llena de pájaros y exenta de otras preocupaciones, conjeturaba que en los fondos de aquel sótano, al que lanzábamos piedras percibiendo lejanos porrazos, estaba lleno de ataúdes que poblaban aquellas oscuridades y que túneles larguísimos salían desde la cueva bifurcándose por decenas de galerías que llegaban hasta la Iglesia, el Cerro de San Roque con el perro sin rabo y multitud de casas de cuya ubicación me cuesta acordarme.

     
      
     

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